viernes, 21 de agosto de 2009

PALESTINA


Mi nombre es Rachel Corrie

Sin barreras

A partir del impedimento del estreno de “Mi nombre es Rachel Corrie” en el “New York Theater Workshop”, por parte del lobby sionista norteamericano –confinando la obra una salita menor–, su presentación en cualquier lugar del mundo adquirió un carácter militante. En verdad, el texto de Alan Rickman y Catherine Viner sobre los escritos de la auténtica Rachel son de una fuerza conmocionante. La totalidad de la obra es una clamorosa convocatoria a la acción contra la masacre perpetrada por el sionismo en la franja de Gaza contra el pueblo palestino. La reacción del sionismo ante la presentación de la obra se comprende entonces en toda su dimensión.

La presentación en Buenos Aires –en el teatro Payró, con la dirección de Agustín Rafael Martínez y la actuación de Constanza Peterlini– es un acierto y un desafío. El argumento de la obra nos lleva en un clima casi onírico por el excelente manejo de luces y la escenografía, apoyada en una música sugerente para reconstruir cómo una chica de una pequeña localidad del estado de Washington, con aspiraciones artísticas e intelectuales, se transforma en una militante que va a Gaza para –junto con sus compañeros del Movimiento de Solidaridad contra las demoliciones– evitar que el ejército israelí destruya las casas de los palestinos, hasta que el 16 de marzo de 2003 es atropellada en Rafah por las topadoras israelíes. Rachel tenía entonces 23 años.

La puesta tiene el vigor de quien se compromete con la causa y encarna los hechos y los sentimientos como propios. Esta toma de posición encuentra el rechazo de Federico Irázabal, en su crítica del 7 de agosto en el diario La Nación, en la que dice: “La actriz construye un personaje a través de una identificación casi absoluta que no permite ningún tipo de distanciamiento, que es lo que todo acontecimiento político debería exigir”. Lógicamente, para Irázabal el tema de la obra trata “una causa política (...) delicada, compleja e inasible”. No se entiende, sin embargo, qué tiene de ‘inasible’ una masacre, o en qué consiste su ‘delicadeza’, al punto que ni siquiera podría expresarse. Irázabal aboga por algo muy diferente al ‘distanciamiento’: por el encubrimiento.

Esta es la “crítica teatral”. En el mismo diario, cuando el estreno en Nueva York, Vargas Llosa no pudo sustraerse al carácter vibrante de la obra e hizo una elogiosa crítica, aún cuando fue incapaz de sacar las conclusiones políticas. El efecto embriagador de una bella música seduce –dicen– a las fieras más amenazantes.

La conclusión más sentida de la obra está en el último escrito de Rachel a su madre cuando le dice: “Esto se tiene que terminar. Tenemos que abandonar todo lo otro y dedicar nuestras vidas a conseguir que esto termine. No creo que haya nada más urgente. Yo quiero poder bailar, tener amigos y enamorados, y dibujar historias para mis compañeros. Pero antes quiero que esto se termine”.

Esta apelación militante, y por eso profundamente humana, quedará en la memoria de todo aquel que vaya a ver la obra.

Enrique Morcillo